viernes, 23 de octubre de 2009

“LA BUENA VIDA”

Las grandes urbes, como Santiago de Chile, tienen infinidad de historias mínimas, que generalmente pasan desapercibidas para los noticieros y los diarios, que rescatan los grandes temas o aquellas historias vendedoras, generalmente por su truculencia y la morbosidad del público.

El cineasta chileno Andrés Wood, en su último estreno, “La Buena Vida” (2008) rescata y entrecruza la historia de cuatro habitantes, muy distintos entre sí, de esta megalópolis enferma y cruel. Estilísticamente recurre a una narración coral, como en “Babel” (2006) del mexicano Alejandro González Iñárritu, a pesar de que en “La Buena Vida” la vida de los protagonistas apenas se roza, no como en la cinta del mexicano donde se involucran de lleno.

De hecho, sólo el espectador de “La buena Vida” conoce a estos cuatro seres y es testigo privilegiado de este sutil tocarse, pero sin verse, de los personajes, metáfora de la realidad que viven los habitantes de una ciudad fría y poco amable.

Wood, de 43 años, estudió Economía en la Universidad de Chile y Fotografía en Nueva York, antes de dedicarse al cine, donde ha dirigido cinco largometrajes: “Historias de Fútbol” (1997), “El Desquite” (1998), basada en la obra de Roberto Parra; “La Fiebre del Loco” (2000) y “Machuca” (2004).

Los cuatro personajes de “La Buena Vida” son la médico Teresa (Aline Kuppenheim), experta en prevención del embarazo no deseado y que trabaja con grupos de riesgo como prostitutas, separada de Robson (Alfredo Castro), cesante e irresponsable y con una hija de quince años (Manuela Martelli), que como un gran sin sentido se embaraza, poniendo en jaque su relación con ella.

El segundo personaje es un peluquero y esteticista del centro de la ciudad, Edmundo (Roberto Farías); que vive con su madre viuda (Bélgica Castro); y que vive la disyuntiva de utilizar un crédito de consumo para comprarse un añorado automóvil o trasladar los restos de su padre a una tumba permanente, debatiéndose entre el egoísmo, el amor a su madre y el respeto a la memoria de su progenitor, a quien se parece en el fondo.

El tercer personaje es Mario (Eduardo Paxeco), un clarinetista que vuelve a Chile, después de tres años de estudio en Alemania, con la sola intención de entrar a la Filarmónica; viéndose obligado, por necesidad, a ingresar, mientras tanto a la Banda de Carabineros de Chile, como una gran paradoja de lo que le ocurre a muchos músicos jóvenes talentosos en el país, que no tienen espacios para desarrollarse profesionalmente.

El último personaje de esta sentida y madura narración es Patricia (Paula Sotelo), que vive junto a su guagua en un céntrico departamento; pero que está gravemente enferma, pero que no se interna, porque no tiene con quien dejar a su bébé, con lo cual se ve deteriorando paulatinamente, intentando la prostitución y desconfiando cada vez más de quienes la rodean.

Como se puede ver el énfasis está puesto en el guión y en los personajes, todos ellos con crisis personales y viviendo momentos claves en sus pequeñas historias; que no por eso interesan menos al espectador y que reflejan con sensibilidad e inteligencia a una sociedad chilena agobiada por la insatisfacción y los sueños incumplidos.


Alvaro Inostroza Bidart

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