martes, 24 de julio de 2007

“LA CONDESA BLANCA”




Hay directores de cine que definen tempranamente aspectos claves de su obra, que mantienen con terquedad a lo largo de su vida y que, finalmente, les terminan reportando sólidos frutos y el respeto de los conocedores, por su consecuencia y valor, en una industria que se maneja generalmente con variables comerciales y rara vez con criterios estéticos.

Es el caso del cineasta y guionista estadounidense James Ivory, del cual nos llega su última película, “La Condesa Blanca” (2005); nacido hace 78 años en Berkeley y que estudió dirección de cine y televisión en la Universidad del Sur de California. Ya en esos años definió sus afinidades cinematográficas, las cuales estarán presentes en su estilo en forma permanente: el director francés Jean Renoir (1894-1979), que terminó sus días viviendo en Beverly Hills; y el cineasta indio Satyajit Ray (1921-1992).

La cinematografía de este último lo acercará a la cultura y a la realidad de la India, fundamental en la temática de sus primeras películas y en la elección de dos colaboradores importantísimos en su carrera: la guionista y escritora alemana Ruth Prawer, que se casó con indio, vivió 25 años en ese país y que escribió la mayoría de sus películas; y el productor Ismail Merchant, nacido en la India (1936- 2005), con quien formó la productora Merchant Ivory, a comienzos de la década de los ’60, otorgándole la libertad creativa necesaria para no renunciar a su particular estilo, que busca reflejar culturas e idiosincracias, utilizando generalmente como base productos literarios de calidad.

En su período “indio”, Ivory dirigió los largometrajes “La Familia” (1963), “Shakespeare-Wallah” (1965), “El Guru” (1969), “Bombay Talkie” (1970) y “Autobiografía de una Princesa” (1975). Luego, destaca su etapa de cintas basadas en importantes novelas, característica que mantiene: de Henry James, “Los Europeos” (1979), “Los Bostonianos” (1984) y “La Copa de Oro” (2000); de Jane Austen, “Jane Austen en Manhattan” (1980); de Jean Rhys, “Cuarteto” (1981); de E. M. Forster, “Un Amor en Florencia” (1985), “Maurice” (1987) y “Mansión Howard” (1992); de Tama Janowitz, “Esclavos de Nueva York” (1989); de Evan Cornell, “El Señor y la Señora Bridge” (1990); de Ariann Huffington, “Picasso” (1996); de Kaylie Jones, “La Hija de un Soldado Nunca Llora” (1998); de Diane Johnson, “El Divorcio” (2003) y de Kazuo Ishiguro, “Lo que Queda del Día” (1993) y que repite con “La Condesa Blanca”.

Esta, está ambientada en Shanghai, China, en 1930, en la época previa a la invasión japonesa; período en que esa ciudad era un epicentro de diversas culturas occidentales, produciéndose una interesante interacción cultural, política y social. De hecho, los protagonistas son el prestigioso diplomático estadounidense Todd Jackson (Ralph Fiennes), que se encuentra ciego producto de un accidente, y la aristócrata rusa, refugiada de la Revolución Bolchevique, Condesa Sofía Belinskaya (Natasha Richardson), quien se encuentra junto a toda su familia, en precarias condiciones económicas, por lo cual debe ejercer como dama de compañía en un cabaret elegante, que frecuenta Jackson. Ambos son de temperamento melancólico y romántico, por lo cual es inevitable que se atraigan y se refugien el uno en el otro, en una relación de admirable contención y orgullo.

Este notable fresco de emociones y personalidades diversas se completa con el refinado japonés Matsuda (Hiroyuki Sanada), que anuncia y prepara la invasión; el generoso comerciante judío Samuel Feinstein (Allan Corduner); y el resto de la familia de la condesa blanca: su hija Katya (Madeleine Daly), su cuñada Grushenka (Madeleine Potter), su suegra Olga (Lynn Redgrave); y los príncipes Belinsky, Peter (John Wood) y Vera (Vanessa Redgrave), que conservan su altivez, a pesar de todos sus problemas y limitaciones.

La belleza decadente que anuncia la crisis contemporánea se refleja de modo magistral en el ambiente de “La Condesa Blanca”, el bar soñado que ha creado Jackson para jubilarse, y que contrata a Sofía como su anfitriona, símbolo de un modo de vida, que prontamente tendrá que buscar destinos más amables, representando la huída permanente que tienen que protagonizar los espíritus sensibles, como señales inequívocas de la diferencia en un mundo despiadado y efímero.


Alvaro Inostroza Bidart

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