martes, 31 de julio de 2018

“A LA DERIVA”

Hay relatos de sobrevivencia que realmente convocan a lo mejor de la condición humana, verdaderos ejemplos de valor que permiten seguir creyendo en la especie. Más aún si esa historia es verídica, ya que deja la sensación de que con voluntad prácticamente todo es posible.

Si a esto se suma una buena factura, apropiada y sensible, tendremos una cinta emotiva, entretenida y de nivel más que aceptable, como ocurre con “A la Deriva” (2018), filme dirigido y producido por el director islandés Baltasar Kormakur, el cual se ha destacado tanto por las películas que ha dirigido en su país como las que ha realizado en Estados Unidos.

Kormakur, de 52 años, había dirigido anteriormente doce largometrajes, de los cuales sólo son conocidos en Chile los cinco que ha dirigido en Estados Unidos: “Un Pequeño Viaje al Cielo” (2005), “Inhale” (2010), “Contrabando” (2012), “Dos Armas Letales” (2013) y “Everest” (2015). De sus siete cintas islandesas, sólo tres han trascendido sus fronteras: “101 Reykjavik” (2000), “El Mar” (2002) y “El Pantano” (2006), que de todos modos lo posicionan como uno de los directores más interesantes de ese país.

“A la Deriva”, basado en el libro autobiográfico escrito por Tami Oldham y Susea McGearhart, cuenta la historia de amor entre la estadounidense Oldham (Shailene Woodley) y el inglés Richard Sharp (Sam Claflin), que deciden viajar juntos en 1983, en un yate de lujo desde Tahiti a San Diego; y que en el viaje se topan con un huracán grado 4, produciéndose el naufragio de la embarcación.

Hay varios elementos que hacen meritoria a esta cinta. En primer lugar su estructura narrativa, que no es lineal. Con saltos en el tiempo, el espectador asiste paralelamente a la historia de amor entre Tami, que anda en un viaje sin restricciones para conocer el mundo, y Richard, que ha construido su propio yate con fines similares; y a los 41 días posteriores al naufragio en que se desarrolla la increíble historia de sobrevivencia.

El otro gran acierto del filme es que sus dos terceras partes finales se desarrollan sólo con ambos protagonistas y en el espacio reducido del yate averiado; lo que se llama un “tour de force”, es decir una restricción a priori
que deben sortear tanto director como actores de buena forma, sosteniendo la intensidad y la emotividad, para mantener la atención del espectador.

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